Hacía ya algunos años que consideraba llevar mis sábanas, y toallas conmigo. Aplazaba mi decisión por el qué dirán, y porque creía que la búsqueda de la tolerancia respecto de los hábitos de los otros era una virtud. Sobre todo de los hosteleros. Entré a la habitación. Lo único nuevo, aparentemente, era la cubrecama. Había pasado casi un año desde mi ultima estadía. Deposité mi valija sobre la cama sin correr la cubrecama. Es algo que siempre hago en casa para no ensuciarla, porque las sábanas se lavan con mucha mayor frecuencia.
Abrí la valija, extraje mis cosas de higiene en el mismo orden en que las había colocado cuando empaqué. Fui al baño para acomodarlas, lavé mis manos y cara, y las sequé con la toalla mientras aspiraba su intenso olor a limpio. Es verdad que uno espera que al menos las sábanas y toallas estén limpias al tomar posesión de su habitación. Uno sabe que con las cobijas y cubrecamas, muy bien puede no ser así porque suelen tener la misma frecuencia de limpieza que las ventanas y alfombras. Por mi cuenta, mi exigencia se limita a que parezcan limpias.
Salí a visitar a mis clientes. Cenamos juntos, y discutimos los asuntos de la empresa y con mas interés la situación política que siempre no deja de sorprender. Con mucho entusiasmo mencionaron los avances en la ciudad, la apertura de un centro comercial, el aumento de semáforos de tráfico, tanto como el creciente crimen común. Después de unas copas concluimos nuestros asuntos. Me despedí y regresé al hotel.
Ya en mi habitación, como es mi costumbre, retiré la cubrecama. La coloqué sobre la silla. Retiré la cobija para reemplazarla por la que aguardaba plegada dentro del armario y la estiré sobre mi lecho. Esta rutina, casi un ritual, acostumbraba a brindarme un breve alivio, y amparo. Mi creencia era de que pudiera estar algo más limpia que la tendida sobre la cama.
Me desvestí, y fui al baño a prepararme para dormir. Desde allí aprecié mi labor. Pensé que si me daba frío podía acudir a la otra cubrecama en caso de necesitarla durante la noche. La estire a lo largo del pie de la cama y la desdoblé hasta la mitad. Me deslicé dentro de la cama, cogí entre los dedos la sábana que luego de doblada cubría el cobertor y me cubrí hasta el cuello, en posición fetal, como hacía desde mi niñez. Con la oreja al aire. Empecé entonces a oír los ruidos de la noche. La oscuridad era completa. Gratamente pensé en que dormiría la siguiente noche en mi cama, y me relajé, pero me costó algo dormir.
Sin saber si estaba despierto o ya soñando, sentí unas caricias en mi brazo desnudo, como una mano con un guante que se deslizaba por mi brazo del codo hasta la mano, como las caricias hechas por los padres a sus hijos durmientes. Tiré mi brazo. No volvió a suceder. Algo después, horas quizás, empecé a sentirme restringido. Percibía con los ojos cerrados claramente que estaba en posición fetal, pero el brazo que debía estar libre sobre mi torso estaba casi totalmente inmovilizado y mi mano atrapada entre mis piernas. Algo fácilmente remediable. Me dije. Tiré de ella, pero no conseguía liberarla. Inexplicablemente, algo la retenía.
En esa oscuridad, decidí estirar mis piernas para así librar mi mano, pero al iniciar el movimiento sentí que uno o mis dos tobillos estaban impedidos de ser separados. Como atados por unos tirantes que corrían por una pierna, el muslo, el abdomen y giraban por mi torso hasta el hombro sobre el que descansaba. Era como si los tendones se hubieran contraído y me impidieran estirarme. Intenté una vez más. Confirmé que no tenía la fuerza muscular para conseguirlo. La tirantez corría de arriba abajo creando una sensación de impotencia alarmante. Tenía que librarme.
Con el poco movimiento que podía permitirme, di vuelta a mi cintura, giré mi torso y mi pierna para terminar en la misma posición fetal, pero del otro lado. Así libraría el brazo donde estuve anteriormente apoyado. No sentía el brazo, no lo podía mover, estaba inhabilitado. Yacía muerto colgando del hombro hacía mi espalda. En mi desesperación, me enfoqué en mis ataduras. Sentí diferentes texturas, unas lisas, otras ásperas. No eran sogas, más bien como vendas textiles.
Conseguí mover el pulgar de mi mano flácida. Regresaba a sentir mi brazo, un cosquilleo lo bañaba. Deduje que había estado dormido bajo el peso de mi torso, algo que conocía bien. Estaré dormido, ¿será este otro de esos sueños?, me pregunté. No importaba. Tenía otras interrogantes más apremiantes. Con mi brazo ya operativo, crucé mi torso, me estiré en la obscuridad y presioné el interruptor de la lámpara de la mesa de noche. No podía abrir los ojos. Fui tomado por el pánico. Aspiré y expiré varias veces, pero seguía parcialmente atrapado. Decidí entonces apretar los párpados y esperar a que pasara la pesadilla. Tenía que ser una pesadilla.
Conseguí abrirlos y cuando se adaptaron a la luz, pude finalmente observar a mi celador, quien me había maniatado. Esperaba por lo menos a un individuo observando mi vuelta a la consciencia después de un riguroso interrogatorio.
A mi sorpresa pude confirmar con pavor que nadie me había maniatado. Que había sido yo mismo el que en mi afán de limitar mi contacto con las indeseables ropas de cama, había caído preso. Sin duda, había luchado casi hasta la muerte.